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El fantasma del call center

Tiempo estimado de lectura: 13 minutos

El edificio era de construcción moderna, uno más de los cubos de acero y cristal dedicados a oficinas que abundaban en la zona. Dos de sus plantas las ocupaba un call center, un centro de atención telefónica. En él trabajaban 200 personas, que se repartían en dos turnos: mañana -desde las 7 am- y tarde, hasta las 11 pm. A partir de esa hora, los empleados se iban y el call center quedaba vacío.

Era el turno de los guardas de seguridad, que custodiaban el edificio por la noche, ayudados de las cámaras del circuito cerrado de televisión. Los vigilantes, de vez en cuando, abandonaban el centro de control para realizar una inspección rutinaria del edificio; solía ser una ronda tranquila, sin sorpresas. Al contrario que el trabajo de los teleoperadores, sometidos a una presión descomunal, el suyo era un trabajo relajado y sin sobresaltos. Incluso aburrido.

Las cámaras de vigilancia

Hasta aquella noche… Los guardas se hallaban, como de costumbre, observando los monitores de las cámaras, indolentemente sentados en la sala de control, tomándose un café y hablando del último partido de fútbol. Miraban las pantallas casi de reojo; no esperaban imprevistos. A simple vista, todo parecía normal. Como siempre.

  • Cam 3: Pasillo.
  • Cam 9: Vista de una de las salas de trabajo.
  • Cam 5: Otro pasillo.
  • Cam 11: Vista de la misma sala de antes, desde otro ángulo.
  • Cam 15: Panorámica de la sala de fotocopiadora, impresora y archivos.
  • Cam 17: Vista de otra de las salas de atención de llamadas, con los puestos de trabajo alineados pero vacíos, las sillas pegadas a las mesas, los equipos informáticos, con sus teclados delante, apagados.

Todo dentro de lo habitual. Tranquilo y silencioso, salvo por el zumbido de los equipos eléctricos. De repente, en torno a las 3 de la mañana, las cámaras empezaron a registrar una serie de fenómenos extraños.

Extraños fenómenos paranormales

Los ojos de los vigilantes nocturnos, desprevenidos, rebotaron de monitor en monitor sin dar crédito a lo que estaban presenciando. Contemplaban las pantallas con la boca abierta. Estaban atónitos.

  • Cam 3: Pasillo. Los neones que lo iluminaban comenzaban a parpadear. Después subían en intensidad hasta ponerse casi incandescentes. Algunos explotaban.
  • Cam 18: Vista de la sala de trabajo. Las pantallas de los PCs se encendían y apagaban de repente, en un destello breve pero intenso. Una de las sillas, de repente, sale disparada sobre sus ruedas, hasta golpear con la pared del fondo.
  • Cam 16: Sala de fotocopiadora y archivos. La fotocopiadora se pone en funcionamiento sola, ordenando copias: el flash de la luz se percibe bajo la tapa superior. Los cajones de los archiveros metálicos se abren de golpe, con enorme estrépito. Los documentos guardados en las carpetas saltan por los aires. Vuelan también otros papeles, en puntos random.
  • Cam 10: Vista de otra sala de trabajo. De nuevo, otra silla que se desplaza sola, girando sobre sus ruedas, hasta chocar con un pilar. -Esto es muy creepy, dijo uno de los guardas, sacudido por un escalofrío. Su compañero no contestó. Miraba los monitores sobrecogido.
  • Cam 5: Otro pasillo. Una puerta se abre y se cierra, primero lentamente, después de un violento portazo. El movimiento vuelve a repetirse un par de veces más. Al fondo, fugazmente, se veía cruzar una sombra. Al observar esto último, los vigilantes se abrazaron, muertos de miedo.

Lo que estaba sucediendo esa noche en el call center era inquietante y perturbador. Los sucesos anómalos se repitieron a partir de entonces noche tras noche -siempre en torno a la misma hora de la madrugada, las 3 AM-.

Terror en call center

El terror se apoderó de los vigilantes del edificio y, como en tantos casos parecidos, llegó un momento en que se negaron a hacer la ronda por un edificio que parecía fuera de control. No había una explicación lógica para lo que estaba pasando. Aquello no podía ser otra cosa que actividad paranormal. La voz se corrió enseguida y pronto se enteró todo el personal, en sus diferentes turnos. El poltergeist que agitaba el edificio por las noches se convirtió en la noticia alucinante que no tardó en propagarse entre los trabajadores del call center.

Era la comidilla, el tema principal de todas las conversaciones. Aquellos hechos extraordinarios estaban dando emoción a sus por otra parte miserables vidas, trabajando en aquella oficina que era como una plantación de esclavos con auriculares. Por todas partes te encontrabas corrillos. Los empleados del call center, mujeres en su mayoría, estaban revolucionadas. Cada una, por supuesto, daba su versión. Todo eran especulaciones, teorías, rumores dislocados:

-Dicen que las sillas levitan…
-Por lo visto es un demonio (susurraba otra con miedo), una sombra imponente de más de dos metros que avanza por los pasillos.

Miedo y conspiración

Yo por si acaso hoy he traído un rosario que me trajo mi abuela de Fátima. Carmen la gallega, que iba de sensitiva, aseguraba:

-Esto es por culpa de los jefes. Os digo yo que allá arriba en sus despachos celebran ceremonias extrañas… ¿Cómo pensáis si no que adquieren todo su dinero y su poder? Practican rituales con niños, y eso es lo que ha atraído a los espíritus malignos. Y se cruzó de brazos, convencida de tener razón.

Sus compañeras no la hacían mucho caso, Carmen la gallega era muy conspiranoica. Lo cierto era que, pese a las locas conjeturas y las exageraciones, los extraños fenómenos no eran ningún invento, estaban registrados, habían sido grabados por las cámaras del CCTV. Uno de los vigilantes, de hecho, filtró algunas de las grabaciones por Whatsapp, y los vídeos pronto corrieron de celular a celular, como un reguero de pólvora.

Había uno en particular que impresionaba vivamente, en uno de los pasillos grabados por las cámaras, el picaporte de una puerta se agitaba como loco, en un forcejeo desesperado, como si alguien estuviera ansioso por salir de allí. Ver aquel picaporte agitarse era realmente angustioso. Se movía histérico, compulsivamente, de arriba abajo. Daban ganas de ir a abrir la puerta y liberar por fin a quienquiera que fuese que estuviese dentro.

La ansiedad de Gladys

‘Es el alma atormentada de Gladys’, comentó una compañera por lo bajo, al ver el vídeo. Algunas asintieron, dándole la razón, ellas ya habían pensado lo mismo. La asociación de ideas era inevitable, la puerta en la que se agitaba el picaporte como loco era la del cuarto que Gladys utilizaba muchas veces como habitación del pánico. Allí se encerraba cuando le daban los ataques de ansiedad más fuertes, los que alcanzaban el pico. Dentro tenía su estallido y poco a poco, se calmaba. Y de vuelta al tajo. Gladys, como todas las demás, trabajaba bajo una presión implacable.

No podía dejar de atender llamadas, no podía haber llamadas en espera, no podía apearse de su sonrisa telefónica, tenía el acceso capado a otras webs que no fueran la aplicación corporativa, no podía distraerse entre llamada y llamada (cuando había un rato más tranquilo y no entraban en cascada) con un libro o con su celular, estaba terminantemente prohibido. Trabajar en aquel call center y bajo aquellas condiciones era un infierno. Tenías que soportar una presión constante que no te daba un respiro ni apenas unos minutos para ir al baño, siempre bajo el control autoritario del Task Force.

Esto le provocaba un estrés tremendo que derivaba en problemas de salud: dermatitis, colon irritable y, sobre todo, ansiedad. La ansiedad era lo que peor llevaba Gladys, que a veces no podía deprimirse más; tenía momentos muy negros. El suyo era un trabajo duro y muy ingrato. Su sonrisa, pese a todo, nunca sonaba falsa: era una profesional intachable. Y esto a pesar de pasar jornadas de ocho horas encadenada por los auriculares a su puesto, sin prácticamente poder moverse o levantarse. El momento más agobiante, con todo, era cuando se acumulaban las llamadas en espera.

Presión en el call center

Era entonces cuando recibías más presión por parte de tus supervisores. El tiempo que se dedicaba a cada llamada no podía prolongarse, había que mostrarse amable a la par que eficiente (por más que a veces costara un mundo, nada cuesta más que sonreír cuando se está amargada por dentro). Su empresa de atención telefónica era subcontratada por otras para realizar campañas diversas que solían durar dos o tres meses. Ahora estaban vendiendo seguros.

Gladys lo odiaba cuando tenía que emitir llamadas, especialmente si eran para vender. Parecían darle una excusa a todo el mundo para tratarte mal y ser desagradable contigo. A menudo tenía que aguantar los malos modos y el humor de perros de muchos de los clientes con los que hablaba. Ella, a veces, para protegerse de la violencia verbal, ponía el teléfono en mute, silenciando al energúmeno. Era los famosos ‘pollos’. Cuando sus compañeros coincidían con ella en el baño, en la cantina o en la parada del bus, se preguntaban con recochineo:

-Qué, ¿cuántos pollos hoy?

Y los contaban, y competían a ver quién había tenido más, y se reían. Gladys, no. Ya no le quedaba humor para encajar las malas formas y la pésima educación de tanta gente. Su sueldo miserable, con el que tenía que mantener a un padre en paro y una madre inválida, no lo compensaba. Ella, pese a todo, no abandonaba la sonrisa. Ni la telefónica ni la real, la que se muestra en la cara.

El fantasma

Estaba hundida por dentro, pero no dejaba traslucirlo al exterior. Gladys era muy fuerte, o eso aparentaba. Pero hasta la persona más fuerte alcanza a veces un punto de no retorno, si la tensionan demasiado. Especialmente cuando te lo has estado guardando todo para ti, cuando la procesión va por dentro. Es lo que le pasó a Gladys.

Una tarde, nada más llegar a casa, se despidió con un beso de su madre inválida, fue hasta la cocina y se empinó un trago largo de lejía. Se abrasó por dentro. Entró en coma y falleció dos días más tarde en la UCI del hospital. En el call center la noticia cayó como un jarro de agua fría. Nadie se lo esperaba, fue un golpe duro para todas. En el fondo, no les sorprendía, Gladys no era la primera ni sería la última. Ellas sabían mejor que nadie la presión bajo la que trabajaban.

-Somos los modernos galeotes, decía Carmen la gallega. Sus compañeras, alrededor, asentían resentidas. Todas pensaban en la pobre Gladys, en lo mal que lo pasaba, en esas fuertes crisis de ansiedad que sufría. En cómo corría a refugiarse, buscando su espacio seguro, en aquel cuarto secundario del pasillo. El mismo cuyo picaporte se veía girar convulsivamente en los vídeos de seguridad.

Todas en el call center supieron entonces interpretarlo, todas de repente compartieron la misma revelación, como cuando sincronizaban las reglas, aquel picaporte que se movía frenético era la manifestación del espíritu doliente de Gladys, atrapado para siempre en el estrés y la ansiedad del call center.

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